jueves, 28 de octubre de 2010

   Salté al vacío desesperado y dando por seguro que por muy  certero y traumático que fuera el bofetón ni lo notaría porque el dolor tan intenso que tenía amortiguaría cualquier otra rotura o perdida.

   Salté y empecé a caer y descubrí que el aire golpeando mi cara mientras me precipitaba era la experiencia más gratificante y tonificadora que había sentido en muchos años y aprendí a disfrutar con el vértigo, con la velocidad y la incertidumbre del final.

   Conforme bajaba empecé a dejar de mirar hacia arriba. Ya no miraba el risco en el que estaba antes de dar el salto y el disfrute de la caída se convirtió en mi forma de sobrevivir e incluso me preguntaba como podía haber estado tantos años sin atreverme a lanzarme.

   Todo era nuevo, cambiante, acelerado, sin ataduras ni ropa que guardar.

   Lo tenía claro. Esa iba a ser mi nueva forma de vida. Precipitarme continuamente, sin final.

   Pero no todo era perfecto. La caída me estaba impidiendo disfrutar de aquellas cosas que me encontraba en el camino porque conforme las veía, la rapidez de la caída me las quitaba casi sin poder siquiera rozarlas con los dedos así que fui aprendiendo a frenar, a planear, e incluso, en algunos momentos conseguí casi levitar y permanecer parado unos instantes en medio de la nada.

   Y así estaba cuando me crucé con otra alma perdida que , al igual que yo, caía libre, sin mirar atrás. En su caída ya llevaba muchos años y dominaba la técnica. Subía y bajaba a su antojo, se paraba y permanecía el tiempo que le apetecía en aquel lugar que, en ese momento, le hubiera llamado la atención.

   Me miró, la miré y me empezó a enseñar todo lo que sabía y aprendí y disfruté y al poco tiempo nos encontramos cayendo al unísono, levitando juntos, subiendo al mismo ritmo. Me enseñó que no existe suelo en el que estrellarse, no hay bofetón final si tu no quieres porque el auténtico final es cuando dejas de caer y te empeñas en agarrarte a algún saliente buscando la seguridad y esa seguridad, una vez encontrada, descubres que es falsa.

   La auténtica seguridad es seguir cayendo y disfrutando de la caída porque pierdes el miedo, no tienes que conservar un saliente ni defenderlo de las aves de rapiña como si ese saliente fuera lo único que existe olvidándote del resto del mundo.

   Lo que defiendes es el derecho a caer, la libertad del aire golpeando tu cara y el irrenunciable logro de poder elegir, de renunciar a la posesión de una roca para abrazar la posesión de tu propia vida.


Gracias a la princesa de mis sueños encantados.

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